Pau Oller (Twitter) nos comparte una reflexión a cerca de lo que envuelve el acto de comer, más allá de la propia acción en sí:

«Para alguien poco existencialista, el sentido de la vida podría ser obtener energía, gastarla y repetir el proceso hasta el fin de nuestros días. Independientemente de la cantidad de verdad que hay en esta idea, los seres vivos que pertenecemos al reino animal comemos alimentos que nos aporten nutrientes. Transformamos los nutrientes en energía, y la gastamos  en actividades que promuevan la supervivencia o la reproducción.

Y todo ello, mediado por dos grandes estímulos: el placer y el dolor. Y en menor medida por la razón. A corto plazo, desde el punto de vista estrictamente biológico, comer es un acto que genera placer y de alguna manera nos aleja del dolor (sensación de hambre). A la sensación de recompensa que genera saciar el hambre, le hemos ido sumando otras muchas atribuciones que multiplican la sensación que sentimos al comer: sentirnos cuidados, estar rodeados de seres queridos, etc. De ahí que el acto de comer, pueda llegar a generar un estímulo de recompensa extremadamente potente.

La recompensa que sentimos al comer viene mediada por factores estrictamente relacionados con la sensación de saciedad (el tipo de alimentos y la cantidad), pero también con otros factores del contexto en el que se realiza la ingesta (experiencia y compañía). Con experiencia me refiero al vínculo que tenemos con los alimentos que comemos, pero también con el espacio (la temperatura, luz…), los cubiertos, el mantel, etc. ¡E incluso diría más! A la sensación de recompensa, le sumamos un estímulo aún más potente que es el sentido que le damos al acto de comer: comer puede significar tener comida para alguien que no la ha tenido, puede significar parar del trabajo para descansar y coger fuerzas para seguir, etc. Imagina tener mucha hambre. Llegar a casa, elegir los alimentos y cocinar algo sabroso. O mejor aún llegar a casa y sentir el olor de algo sabroso que un ser querido te está cocinando.

Imagino comer en una mesa con un mantel suave y una buena cubertería, en un espacio con la temperatura perfecta, la luz perfecta y rodeados personas queridas. Y encima sentir atribuir al acto de comer lo que significa para alguien que ha pasado hambre. ¡Qué placer! sólo hay algo que pueda generar una sensación de placer similar, con muchísimo menos esfuerzo: un montón de ultraprocesados.

Como en la mayoría de las cosas, en nuestro día a día, muchos vivimos en una escala de grises: quizás comemos algo bastante sabroso, que nos conecta con nuestra familia porqué lo hemos comida en casa desde pequeños. Pero lo hacemos con cierta prisa o en un entorno poco agradable, o simplemente atormentados por el análisis racional de lo que vamos a comer (si aporta calorías…), por lo que hacemos de más y de menos para llenar una recompensa insuficiente.

En el mejor de los casos añadimos un poco más de cantidad y añadimos un trozo de chocolate de postres. En el peor, descartamos cualquier alimento saludable para cambiarlo por ultraprocesados y encima nos sentimos culpables o sucios, ya que estamos comiendo aquello que entre todos hemos llamado comida basura (sin entrar a discutir cuanto de basura es o no es), y todo ello favorecido por el sistema económico en el que vivimos, empresas que buscan vender ultraprocesados y poca educación para intentar equilibrar la balanza.

El camino para dejar de sufrir por la comida tiene varias rutas, pero posiblemente la recuperación del placer por el acto de comer pueda ser la indicada. Lo podríamos llamar, la revolución del placer.»